Me asusta la gente que dice
todo va a estar bien.
Como si pudiera ignorarse
el aroma a cemento y metal
que sustituye la filigrana del campo,
el aroma tostado del pasto mojado,
la fragilidad de las alas de un pájaro
que deglute y comprende
el tiempo que está por venir.
Me asusta que no vean,
que no sientan la pólvora
que desgarra el velo del hombre o
la resequedad que en los labios
deja este polvo negro y letal.
Son ciegos o torpes,
gente de mentes grandes
y sueños pequeños,
que no hablan dormidos
a menos que el peso brutal de la conciencia
los arroje desde la tranquilidad
hasta el miedo.
Quizá por eso tienen su fe
y su dios de hombre,
que no tiene opinión sobre la muerte
en el pistilo de las flores o
en las venas de los árboles,
porque es un dios hombre
que siempre dice
que todo va a estar bien,
y cerrar así el círculo,
desde donde ahora
nos miramos unos a otros,
como animales enjaulados
que tienen vestigios,
en sus versos,
de lo que fue la libertad.
A veces los imagino
recordando cuándo
no había prisas por construir
cuevas inversas por encima de la tierra,
ni estatuas a sus egos complejos
y dejan de darme miedo
estos hombres
que en su bienestar contemplan
la muerte de un verbo tan puro y encarnado
que ya no saben donde enterrar.
En su paz,
pobre gente, pobrecitos.